Déjenme aclararles que el director de IEPAN, el @pana_dero Juan Carlos Bruzual, me prestó este blog para escribir sobre Freddy Ernesto, como le decíamos en casa a quien fuera el querido profe de esta escuela. Freddy, hoy, 1º de mayo, estaría cumpliendo 58 años de edad

La tunjita o piñita con masa madre fue el último pan que preparó el chef de nuestra escuela Freddy Linares, fallecido en 2019 / FOTO Juan Carlos Bruzual

Yelitza Linares (*)

Apenas empiezo a caminar por el Centro Comercial Metropolitano de Chacao, hay un olor a hogar que hace más grato el paso por ese viejo edificio. Si se tiene la suerte de llegar de una vez a la mezzanina, al mediodía, se perciben los aromas irresistibles de las masas de harina bajo el fuego, porque los alumnos del Instituto Europeo del Pan suelen hornear sus panes del día a esta hora.

Abro la puerta de la oficina de nuestra escuela de panadería y me golpea en la cara el fuerte olor, como a especia. Mientras saludo al equipo a cargo de esta academia, voy tratando de adivinar qué será lo que están horneando hoy. Es un ejercicio que suelo hacer por lambucia: siempre adelantándome a querer comer las delicias que otros preparan.

Un pan requiere de mucha paciencia. Es bastante probable que las hogazas que reciben calor en este momento hayan comenzado a ser preparadas el día anterior o hace unos meses, años -si acaso han usado alguna masa madre-. Pero cuando pega el olor a pan recién horneado, mis papilas gustativas envían señales de urgencia. No puedo esperar a probarlo. Es como si me dominara.

Mis hijos me reclaman porque el pan de la cena nunca llega completo: parto el culito de un pan gallego o desgrano un pan de molde integral, dentro del carro y camino a casa. Las migas quedan desperdigadas por todo el asiento, con bastante frecuencia, como prueba del delito.

En este caso, no está bien que una de las propietarias de la escuela de panadería llegue directo a querer ver y probar el objeto de estudio. Hago ver que estoy acostumbrada, por lo que controlo mis deseos que apenas expreso en un cálido saludo: “¡Huele muy bien!”.

Paso directo a la tienda a reunirme con mi socio, el @pana_dero, porque estoy llegando tarde a nuestra reunión. Cerramos la puerta que nos separa del centro de producción y trato de enfocarme en aburridos temas administrativos.

Aunque hay varios metros de distancia y dos puertas entre esta reunión y el horno, me cuesta concentrarme. Empiezo a identificar la especia: huele a anís. De repente, recuerdo de golpe la panadería de mi infancia en Guaracarumbo, en Vargas. Percibo la fragancia del azúcar apenas quemada. Parece ser un pan dulce, pero este es más aromático. Tiene algo más que no consigo identificar. ¿Será pan camaleón? Hace tiempo que no pruebo este pan andino. Pero, no lo asocio con el olor a especia.

Mi socio me muestra las cuentas del último mes y yo solo pienso en dilucidar cuál será el pan que crece, más allá, sobre el calor extremo.

Levanto la mirada y por el vidrio veo a mi hermano Freddy Ernesto, panadero e instructor de la escuela, sacando una bandeja del horno. No logro ver el contenido.

Vuelvo a la conversación con Juan Carlos.

Dos minutos más tarde, Freddy entra a la tienda con una bandeja de panecillos y, repentinamente, un fuerte olor a anís con cierta acidez se adueña del pequeño local. Posa la bandeja en el carrito en el que se enfrían los panes, se quita los guantes y le acerca uno de los ejemplares a mi socio y director de la escuela.  “Prueba esta, Juan”.

¡Una tunjita! Al fin, puedo saberlo. Pero esta es diferente. Más crecida que la habitual, con picos acentuados en la parte superior y levemente tostados por el azúcar quemada. Abajo, por el contrario, la masa es blanca y esponjosa.

Juan Carlos la toma y la parte en dos. Me da una mitad. La miga suave y flexible se mueve con la presión de los dedos, pero vuelve a su forma.

Juan toma su pedazo y se lo pone frente a la nariz para percibir los olores. Aspira profundamente y entrecierra los ojos. Yo hago lo propio, de puro aguaje, porque tengo muchas ganas de probarla. Pero sí noto que esta tunjita no es la misma que el portugués de la panadería de mi infancia ponía de ñapa en la bolsa de los cuatro bollos de pan. Esta es tres veces más grande y esponjosa y, lo mejor, tiene una complejidad aromática, que confirmo cuando la pruebo. Mastico, enseguida mi boca saliva y se colma de un aroma que parece tomar toda mi cavidad bucal, la nariz, la garganta, todo. Sentí que el anís y la acidez de la fermentación salía por mis oídos. Fue una experiencia extrasensorial con una mezcla de sabores de antaño.

”Qué divina”, alcanzo a decir, entre bocado y bocado.

“Te quedó del carajo. Muy sabrosa”, comenta Juan Carlos que, entre cada lenta mordida, pone atención al cada vez más pequeño trozo que le quedaba entre los dedos.

Entonces, mi hermano me explica, orgulloso y sonriente, con su voz ronquita de los últimos meses: “La hice con masa madre. Estábamos probando a ver qué tal nos queda, para venderlas”.

-Pues, super aprobado, hermano -le dije- ¿Puedo comer otra? Y me zambullí de nuevo en aquella mezcla de sabores.

Ese fue el último pan que comí hecho por mi hermano. Dos semanas después, cayó inesperadamente en coma, al finalizar un tratamiento contra el cáncer en sus cuerdas vocales, y falleció. Perdimos a un panadero exigente y comprometido, que amaba su oficio. Sin entrar en detalles de su extraordinaria calidad humana.

Todavía recuerdo su entusiasmo de ese día, pese al malestar que le generaba el ardor de los efectos de la radioterapia en la garganta. Hacer pan lo recargaba de energías, lo ataba a la vida. Por esa razón se había propuesto ir a la escuela a hacer pruebas de panes con masas madre para ocuparse en algunas horas de su reposo.

Cuando pienso en su tunjita, se me agua la boca y, al mismo tiempo, los ojos. Estoy segura de que aquel complejo sabor no lo voy a probar más nunca.

*Yelitza Linares es periodista y escribió este texto para el taller de periodismo y gastronomía «En la punta de la lengua», que dicta Lena Yau

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